Notas | Isabella Lenzi y Manuel Asín


«Cuando pienso en el Viaje a la Alcarria [de Camilo José Cela] es como si viese caer un mapa sobre Zaidín, hacia los Monegros, y éste coincidiese con cada camino que se describe. ¿Se parecen? No tanto, pero ¿qué más tenía para entender todo esto? Nada más, aquello era lo único que me llegaba de un lugar más allá del cual se extendía una abstracción, un país que me era extraño, España, y una historia lejana [...] Cuando leí Incierta gloria [de Joan Sales] recordé las veces que había dejado la moto en las ruinas del Monasterio de Sigena, las zarzas llenaban las alas, los pozos se escondían bajo la hierba y los arcos sin rostro aún sostenían las paredes. Es difícil decir de qué somos conscientes y de qué nos escondemos... A veces necesitamos una narración para desmentir las evidencias que tenemos ante nuestros ojos.»
Francesc Serés, La pell de la frontera, 2014
«El monasterio es como una de esas masías grandes, entre payesas y señoriales, de nuestra tierra, y de hecho los frailes se dedicaban allí a la agricultura: una casona cuadrada en el ángulo norte de un pequeño valle poblado de viñas y olivares, ceñido por un cinturón de lomas peladas. Una de ellas es el Calvario: se distingue de las demás por la doble hilera de cipreses que la va contorneando hasta la cumbre. El valle es tranquilo, recoleto, como encerrado en sí mismo, en su olor a tomillo. Desde el pueblo al monasterio la yegua necesita de media hora a tres cuartos al galope; desde entonces he hecho a menudo el viaje.
Ahora te diré lo que se ve dentro. Se entra por un gran pórtico que da a una explanada y conduce directamente a la iglesia, que es alta y espaciosa; de pie podrían caber cosa de mil personas. El primer día crucé el umbral con cierta aprensión: algo pesaba en aquel silencio. La mañana era calurosa y seca; había dejado la yegua atada a un olmo solitario que hay en la explanada. Entro. La primera sensación es de frescor, muy agradable. Estaba deslumbrado por el sol brutal del julio aragonés, que me había estado fustigando los ojos durante la galopada. En aquella penumbra fresca, como de bodega, apenas distinguía nada. Poco a poco la retina se adaptaba, empezaba a entrever restos de altares barrocos ennegrecidos por el fuego, montones de libros esparcidos desordenadamente, algún que otro candelabro roto y tirado al suelo, un incensario en un rincón, un facistol en otro. Al fondo de todo, o sea al pie del altar mayor, unos objetos que hubiera tomado por frailes de no ser por su inmovilidad.
Son diversas momias, sacadas de los nichos que se ven abiertos y vacíos en el muro que hay detrás del altar. Están dispuestas formando una extraña escena. Dos al pie del ara, en la actitud de una pareja que se casa; a una la han adornado con un velo blanco y una corona de flores artificiales. Para que no se caigan, se apoyan la una en la otra. Una tercera momia se apoya directamente sobre el altar, de cara a ellas, como si fuese el cura que los casa.
Las demás, hasta catorce, apoyadas en la pared, figuran ser los convidados al casorio. Una ha perdido el equilibrio y está tendida en el suelo. Otra tiene una expresión de picardía que hiela la sangre por inesperada.
Deben de ser de frailes del monasterio y parecen antiguas. Conservan jirones del hábito pegados a la piel. Están completamente secas, como si fuesen de pergamino, lo cual se explica por la sequedad del aire en esta región y por las condiciones de los nichos (dentro del grueso de un muro de piedra y a bastante altura). ¡Qué extrañas resultaban, tan inmóviles, tan secas! La primera impresión había pasado. ¿Cómo era posible tener semejante miedo si sentía a mi espalda el gran portal abierto de par en par y más allá todo el esplendor relampagueante del sol en la canícula del mediodía?
Nada de miedo, sino una profunda extrañeza: aquellos objetos eran sencillamente incomprensibles. Una momia nos rebasa. Imposible imaginar que nosotros seremos algún día eso: un objeto. Un objeto que se puede llevar de un lado a otro, rígido y vacío; ¿vacío de qué? De alma, dirás tú; pero eso ¿qué es?»
Joan Sales, Incerta glòria, 1956
Notas | Isabella Lenzi y Manuel Asín
«Práctico
[…] Quiero mostrarte que no hay cosa sin sal.
Teórico
Pero ¿cómo? Dices «sales», como si hubiera de varios tipos.
Práctico
Te digo que hay un número tan grande que le resultaría imposible a nadie poder nombrarlas, y te digo más: que no hay cosa en este mundo que carezca de sal, sea en el hombre, en el animal, en los árboles, en las plantas o en otras especies de vegetales. Incluso en los metales. Y te digo aún más: que ninguna cosa vegetal podría vegetar sin la acción de la sal, que es su semilla. Y aún más, que si la sal fuera hurtada al cuerpo del hombre, este se desharía en polvo en un abrir y cerrar de ojos. Si la sal se separara de las piedras que están en los edificios, estos se desmoronarían súbitamente en polvo. Si la sal se extrajera de los peltres, sólidos y cheurones, todo se desharía en polvo. Lo mismo afirmo del hierro, del acero, del oro y de la plata, y de todos los metales. A quien me pregunte cuántas especies diversas de sal hay, le respondo que tantas como diversas especies de sabores y olores.
Teórico
Si quieres que crea lo que dices, nombra alguna.
Práctico
La coperosa es una sal, el nitrato es una sal, el vitriolo es una sal, el alun es una sal, el borrás es una sal, el azúcar es una sal, el sublimado, el salpetre, la sal gema, el tártaro, la sal amoniaca, todas ellas son sales distintas. Si las quisiera nombrar todas, no acabaría. La sal que los alquimistas llaman «sal Alkali», se extrae de una hierba que crece en las marismas saladas de las islas de Saintonge. La sal del Tártaro no es otra cosa que la sal de la uva, que da gusto y aroma al vino e impide la putrefacción del mismo, partiendo del hecho, como digo de nuevo, de que el sabor de todas las cosas se debe a la sal, la cual ha incluso causado la vegetación, perfección, madurez y bondad completa de la cosa alimenticia. […] Está bastante probado que hay sal en todas las cosas. Hablemos de sus virtudes, que son tan grandes que nadie las ha conocido jamás perfectamente. La sal blanquea todas las cosas. La sal endurece las cosas. La sal conserva las cosas. Da sabor a las cosas. Es una masilla que une y amasa todas las cosas. Reúne y ata las materias minerales, y de varios millares de piezas hace una única masa. La sal hace sonar todas las cosas. Sin sal ningún metal nos dejaría oír su voz. La sal realza a los humanos: blanquea la carne, dando belleza a las criaturas razonables: cultiva la amistad entre hombres y mujeres, a causa del vigor que da a las partes genitales. La sal hace que varias piedras pulverizadas sutilmente se conviertan en una única masa para formar cristales y toda especie de vasijas. La sal puede dar a todas las cosas un cuerpo diáfano. La sal hace vegetar y crecer todas las simientes. Y qué pocas personas saben la causa por la que el rastrojo sirve a la simiente y lo hacen solo por costumbre y no por filosofía.»
«Du sel commun» [De la sal común], Bernard de Palissy, Recepte véritable pour laquelle tous le hommes de la France pourront apprendre à multiplier leurs trésors [Receta verdadera por la que todos los hombres de Francia podrán aprender a multiplicar sus tesoros], 1563

Notas | Isabella Lenzi y Manuel Asín
«Me gustaría decirles que vayan aquí o allá y que pregunten por éste o por aquél, pero eso era antes. Hace quince o diez años había trabajo para casi todo el mundo, era extraño ver a alguien que no hubiese trabajado nunca. La gente contrataba a los marroquíes, gambianos o argelinos porque había más kilos de fruta que gente, el espejo de la prosperidad empujaba a los agricultores a seguir invirtiendo y a pensar que todo aquel trabajo servía para edificar las murallas que les defenderían mañana. En los últimos años se han podrido millones de toneladas de fruta en los árboles; a estos hombres se les pudre el tiempo y quizá hayan venido hasta aquí porque en su casa se les pudren la familia y el país. (…) El mundo pasa por encima y cada año deja sedimentos, parece que las nubes descarguen hombres.»
Francesc Serés, La pell de la frontera, 2014

Notas | Isabella Lenzi y Manuel Asín
«Las notas son a la realidad lo que las ruinas a los edificios. Vuelven a acotar una realidad cuyo recuerdo se deforma, y la deforma.»
Francesc Serés, La pell de la frontera, 2014
«Tierra de eterno regadío, ahora
que es el tiempo de arar, ¿eres tú campo,
te abres al grano como entonces, sientes
aquel tempero? En vano
cobijarás con humildad al hombre.
Vuelve a la fe de la faena, a tu amo
de siempre, al suelo de Osma.
¿Y aquel riego tan claro
muy de mañana, el más beneficioso?
Creía yo que aún era verano
por mis andanzas, y heme
buscando techo. Si tú, que vas a dármelo
para hoy y muy pronto para siempre,
adobe con el cielo encima, a salvo
del aire que madura y del que agosta,
¿a qué sol te secaste, con qué manos
como estas mías tan feraz te hicieron,
con cuántos sueños nuestros te empajaron?
¡Mejor la sal, mejor cualquier pedrisca
que verte así: hecho andamio
de mi esperanza! Pero venid todos.
La tarde va a caer. ¡Estaos al raso
conmigo! ¡Aún no tocadle! Ya algún día,
surco en pie, palmo a palmo,
abriremos en ti una gran ventana
para ver las cosechas, como cuando
sólo eras tierra de labor y ahora
rompías hacia el sol bajo el arado.»
Claudio Rodríguez, «Ante una pared de adobe», Conjuros, 1958
«La complejidad que muestran tanto las estrellas como los planetas en el transcurso de toda su existencia es bastante baja si la comparamos con la que manifiesta la vida, y además la forma básica que pueden adoptar dichos cuerpos resulta notablemente predecible. Por expresarlo con las palabras de Philip y Phylis Morrison: "la astronomía es por consiguiente el régimen de la esfera: en nuestro mundo no es posible la existencia de ningún objeto que tenga el diámetro de Júpiter y la forma de una taza de té."»
Fred Spier, Big History, 2005
Notas | Isabella Lenzi y Manuel Asín
«La espesa niebla del invierno y el durísimo sol del verano impiden que veamos con claridad. Se refieren a que los matices son importantes y el juego de contrastes tan débil que la realidad podría aplastarte. A veces se pierde el contorno de las formas con que trabajas. Falta de contraste, blancos y negros, el sol en los ojos y los ojos cerrados.»
Francesc Serés, La pell de la frontera, 2014
«El arqueólogo C. W. Blegen, que realizó excavaciones en los yacimientos troyanos de la Edad del Bronce en la década de 1950, descubrió que el suelo de los edificios quedaba periódicamente tan recubierto de huesos de animales y pequeños artefactos que “hasta la familia más sufrida debió de tener la sensación de que era preciso hacer algo”. Y según descubrió Blegen, normalmente se tomaban medidas, pero no “eliminando la insultante acumulación, sino trayendo una buena cantidad de arcilla fresca y limpia y cubriendo con una gruesa capa los nocivos amontonamientos. En muchas casas, como demuestran los estratos claramente delimitados, este proceso se repitió una y otra vez hasta que el nivel del suelo de la vivienda se elevó a tal altura que se hizo necesario levantar el techo y reconstruir la entrada”. Como es lógico, al final era preciso demoler enteramente los edificios y desmenuzar las viejas paredes de adobe hasta convertirlas en terreno apto para recibir los cimientos de nuevas construcciones de barro. Con el paso del tiempo, las antiguas ciudades del Oriente Próximo terminaban elevándose muy por encima de las llanuras que las circundaban, pasando a encaramarse en lo alto de inmensos altozanos artificiales, denominados túmulos, en los que se hallaban contenidos los crecientes residuos de los siglos, o incluso milenios, que pudiera durar la ocupación humana de la zona.»
Fred Spier, Big History, 2005
«Al llegar he deshecho el nudo de alambre que ataba la puerta. Dentro no quedaba nada, sólo los cañizos y los cartones que les servían de cama y colchón. Eso sí, todo lleno de basura, una montaña de basura. A veces lo hacen así, llenan los pajares de mierda para que nadie quiera instalarse en ellos, hay almacenes llenos de cagadas. Si cuando regresan al pajar sigue vacío, lo limpian y vuelven a ocuparlo. En el pajar contiguo al de Majeed había rumanos. Antes de irse tiraron mucha basura sobre el tejado. Cuando llovía, la porquería se escurría por las tejas. Al final, el techo cedió y ahora, entre las paredes que aún se tienen en pie, los restos de adobe, tejas y cañizos están mezclados con bolsas de basura, nihilismo puro. Majeed lo utiliza como váter. En el pajar de los malienses hay dos grandes paredes que uno no sabe muy bien cómo aguantan. Si un día llueve demasiado, o si llueve demasiados días seguidos, o si ya no llueve, ya no lo sé, las paredes caerán. Dentro de unos años crecerán matas en las paredes de adobe derribadas y será como si nunca hubiese pasado nada. El gran ecosistema que nos abraza a todos, aunque pensemos que el importante es el nuestro, volverá a allanar el paisaje y la historia como si no hubiese pasado nada.»
Francesc Serés, La pell de la frontera, 2014